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Chicago Tribune
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CHICAGO –

En su último día de vida, Alan Oliva, un joven estudiante universitario, cortó el césped del patio de la casa de sus padres ubicada en el suburbio de Oak Lawn, al sur de Chicago, y les dio un beso de despedida antes de salir de casa para quedar con su novia en una fiesta el fin de semana de Memorial Day.

El joven de 19 años, quien buscaba convertirse en oficial de Policía en el colegio comunitario Moraine Valley y trabajaba en UPS, golpeó el estómago de su padre, Alan Oliva Sr., de manera juguetona cuando éste le pidió que tuviera cuidado.

Antes de cruzar la puerta se puso una camisa polo roja -una decisión aparentemente sin importancia pero que le costaría su vida-, según las fuerzas de la ley del Condado de Cook.

Horas más tarde, fue emboscado por pandilleros en el barrio de McKinley Park, en Chicago, quienes lo confundieron con un rival por vestir con los colores del bando enemigo, le propinaron una golpiza con un bate de béisbol y lo apuñalaron a muerte.

Uno de los Satan Disciples, entonces, le robó el teléfono celular que su padre le regaló ese día por su cumpleaños.

Las autoridades indicaron que Oliva no estaba involucrado en ninguna pandilla.

“Él era exactamente lo contrario a lo que (los pandilleros) representan”, indicó la madre de Oliva, Rhonda, al explicar que su hijo estaba a punto de comenzar un segundo trabajo para ahorrar y poder comprar un automóvil. “Mi hijo se ganó todo cuanto tenía”.

Cinco años después, en el Leighton Criminal Court Building, más de 20 de los amigos y familiares de Oliva se sentaron frente a detectives que investigaron el caso en el cual los dos primeros de cuatro pandilleros acusados por matarle fueron declarados culpables la semana pasada en juicios separados por asesinato en primer grado.

Cuando el primer veredicto llegó el jueves por la noche, Rhonda Oliva rompió a llorar mientras que su marido luchaba por mantener la compostura.

Uno de los acusados, Gary Sams, de 39 años, parecía mirar con enojo a la familia mientras ésta lloraba tras anunciarse el veredicto.

Otro jurado condenó a Pablo Colón, de 25 años, de homicidio en primer grado ese mismo jueves.

El juicio de tres días proporcionó una nueva visión de la vida en las secciones violentas de las calles de Chicago, donde el llevar los colores equivocados o el cruzar las fronteras invisibles pueden provocar amenazas, una golpiza o algo peor.

“No es solamente trágico, es un sinsentido que desafía el raciocinio”, dijo Daniel Reed, asistente del fiscal estatal a los miembros del jurado en el cierre de argumentos. “Cuando los jóvenes caminan por nuestras calles, por cualquier lado de la ciudad de Chicago, tienen el derecho a llevar una camisa roja sin ser atacados por ello. Es el mismo color que llevan los Chicago Bulls o los Chicago Blackhawks”, continuó.

Oliva, quien creció en el barrio de West Lawn, en Chicago, antes de mudarse con su familia a Oak Lawn no estaba familiarizado con el barrio de McKinley Park, donde quedó con su novia en una fiesta esa noche de mayo.

En el momento que él y su amigo caminaban hacia una gasolinera para comprar cigarrillos, aproximadamente a la 1 a.m., un miembro de la pandilla Satan Disciples se percató de su camisa roja y lo confundió con un miembro de la pandilla rival de los Latin Counts, cuyos colores son el rojo y negro, según un testimonio.

El pandillero volvió a una fiesta en un garaje y le dijo a otros miembros de la pandilla haber visto algunos “flakes” -rivales- en el barrio. Al menos seis hombres, algunos con bates de béisbol de aluminio y un cuchillo, salieron a confrontarlo.

“Todo el mundo está enloqueciendo”, un aparentemente alterado Colón dijo más tarde a la Policía en una entrevista grabada en video que fue reproducida por miembros del jurado en el juicio, con faroleadas de que él fue el primero en confrontar a los dos jóvenes.

Oliva y su amigo no tuvieron la oportunidad de ver venir el ataque cuando cruzaron a la 33rd St. en Ashland Ave., indicaron las autoridades.

Un amigo de Oliva testificó que nadie dijo una palabra antes que golpearan a Oliva con el bate y lo noquearan en la banqueta.

Otros, entonces, comenzaron a patearle y darle puñetazos a la vez que era golpeado con el bate.

El amigo también fue golpeado por ese bate, pero fue capaz de levantarse y huir, testificó la semana pasada.

Las autoridades indicaron que desconocen quién fue quien apuñaló a Oliva dos veces en la espalda.

Algunos conductores que pasaban por la zona redujeron la velocidad y tocaron el claxon para ahuyentar a los atacantes, según un testimonio.

Oliva se tambaleó hacia un restaurante cercano de la cadena White Castle.

Una trabajadora que fregaba el suelo testificó que no le puso mucha atención cuando Oliva entró al restaurante y se sentó en una mesa cercana a la puerta, callado y mirando al frente. Momentos más tarde corrió a para avisar al encargado del local luego que Oliva se desmoronó hacia la mesa. Para cuando regresaron, Oliva estaba en el suelo y sangraba. La trabajadora levantó la camisa de Oliva y vio que fue apuñalado. Oliva murió no mucho más tarde de que su familia llegara al hospital Stroger.

“No estaba despierto”, testificó su madre llena de lágrimas. “(Oliva) estaba conectado a una máquina”.

Los detectives trabajaron en el caso durante dos años. Las autoridades alegaron que Daniel Guerrero, ahora de 27 años, golpeó a Oliva con un bate de béisbol, mientras Marco Ramírez, ahora de 30 años, tuvo el teléfono celular de Oliva luego del ataque y antes de enterrarlo en un parque cerca de su casa. Ambos fueron arrestados sin fianza mientras se espera el juicio.

No mucho después del asesinato de su hijo, Alan Oliva Senior se tatuó en el brazo el jersey de béisbol de la secundaria Hubbard de su hijo, quien fue un jugador con talento en ese deporte.

El jersey -con el número 3- es de color rojo.

Para el padre, que su hijo fuera asesinado por el color de su camiseta era “chocante, desagradable y sinsentido”, dijo el padre del joven fallecido.

Su madre dijo “que cada día es una pesadilla”.