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Por Concepción M. Moreno

CUENCA, ECUADOR_ La adrenalina se dispara cuando la emoción infantil de subir a un columpio e impulsarse para subir más alto se traslada a 2,700 metros de altitud y lo que hay 400 metros bajo los pies es una ciudad entera, la ecuatoriana Cuenca.

Desde hace cinco años, la localidad ecuatoriana de Cuenca (sur) cuenta con un parque recreativo de aventura, ideado y construido por Miguel Toledo, un auténtico enamorado del deporte extremo, e instalado en el Mirador de Turi, un excelente escaparate sobre esta ciudad cuyo centro histórico fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad de la Unesco en 1999.

El gran protagonista del Parque Aventuri, en el que por un dólar hay acceso a diversas atracciones como resbaladeras (toboganes) o canopy, es, sin duda, un columpio que permite, por dos dólares más, observar Cuenca a vista de pájaro.

“Me gusta el deporte de adrenalina. Practico parapente. Al llegar a esta propiedad vi los árboles sobre la ciudad y pensé hacer uno para mí. Después, al trabajar sobre él, lo perfeccioné y aquí está”, explica Toledo a Efe durante una visita promovida por la Fundación Turismo para Cuenca.

Viajeros de Estados Unidos, de países de Europa, de África o de Asia han llegado hasta esa atracción, consistente en una silla y cuatro cables de hierro de 15 metros de longitud que aguantan un peso de unas 800 a 1,000 libras (363-454 kilogramos) amarrados a los árboles, que posibilita sobrevolar la ciudad cuencana durante unos tres minutos.

“Es física elemental, es un péndulo. Todo depende del peso del pasajero. Está sujeto en dos árboles, como un columpio de parque. Lo que impulsa es la fuerza de la gravedad”, comenta este cuencano que, pese a haber practicado deporte de aventura por toda Suramérica, aún sueña con bucear, actividad que nunca ha hecho, a sus 60 años.

Un trabajador del Parque Aventuri ajusta el cinturón de seguridad a un joven que quiere experimentar el subidón de adrenalina y, al tiempo, aprovecha los segundos previos al lanzamiento para hacerle comentarios macabros. “¿Ves ese punto negro de ahí abajo? Fíjate bien porque ahí es donde tienes que aterrizar”, bromea.

Silencio total. Tres, dos, uno… y el columpio se suspende en el aire mientras el joven exhala un grito a medio camino entre la histeria y la felicidad. Varios movimientos pendulares, cada vez con menor recorrido por la lógica de la física, hasta que se detiene y, aún con cara de asombro, detalla sus sensaciones.

“El momento en el que te sueltan se te sube todo el estómago hacia arriba y ya, al pasar la línea de los árboles, lo ves todo de una manera diferente. La perspectiva es diferente y la adrenalina sube de una manera bestial”, indica a Efe Roberto Rejón, un operador de cámara español que está pasando unos días de visita en Ecuador.

Cuando se le cuestiona sobre el miedo a lanzarse al vacío, confiesa que se siente “justo al principio”, pero que, una vez superada la línea de los árboles “vuelves al principio y dices ‘ya ha pasado lo peor'”.

Miguel Toledo reconoce que en estos cinco años de funcionamiento del columpio, apenas ha habido “pequeños percances”, como llantos, gritos o mareos, pero “nada grave, ni siquiera desmayos”, y afirma que pasa por controles regulares de seguridad por parte del Colegio de Mecánicos y personal especializado.

Aunque compite en fama con otro columpio situado en la zona de Baños, en el centro del país, cerca del volcán Tungurahua, y suspendido de una casa sobre un árbol, él considera que “no hay tanto precipicio como aquí” y defiende que “lo más hermoso” que hay en el suyo es “la vista”.

Como necesita nuevos retos, ya se plantea colocar una cuerda floja entre dos árboles en el Parque Aventuri o montar un columpio similar al cuencano en algún lugar de la costa ecuatoriana. Mientras tanto, Turi, que en lengua indígena significa “el hermano de la hermana”, goza de una atracción que deja volar no solo la imaginación y hace sentir como un pájaro a quien se arriesga.