Skip to content
La senadora Kay Bailey Hutchison (R-Tx.) camina mientras uno de sus empleados lleva su bolsa en Capitol Hill. JONATHAN ERNST | NYT
JONATHAN ERNST / NYT
La senadora Kay Bailey Hutchison (R-Tx.) camina mientras uno de sus empleados lleva su bolsa en Capitol Hill. JONATHAN ERNST | NYT
Author
PUBLISHED: | UPDATED:

Por Jennifer SteinhauerWASHINGTON – Oh, cuántas cosas se van a extrañar en Capitol Hill el año entrante, cuando partan más de 80 de los actuales miembros del Congreso de Estados Unidos, la mitad de ellos involuntariamente. Díganle adiós a la habilidad en política exterior del senador Richard G. Lugar de Indiana, al conocimiento institucional de muchos de la delegación de California y, quizá el más triste de todos, el adiós al perro bichon frisé del senador Kent Conrad.El perro, Dakota, que refleja el estado natal de Conrad, Dakota del Norte, era tanto una parte integrante de los vestíbulos de la cámara alta como las escaleras de mármol y las indignantes ruedas de prensa. Era frecuente que un empleado lo cargara por todas partes, quien trataba con denuedo de mantener la dignidad mientras abrazaba a la esponjosa mascota cuando votaba su dueño. Dakota no es precisamente la única pieza de cultura actual del Capitolio que parte.Con la senadora Kay Bailey Hutchison de Texas, se despide su famosa bolsa de mano, la que cargan jóvenes que se rotan la tarea –un cargo conocido como “el bolserito” –, cuando ella se abre paso para ir del salón del pleno en el Senado a su oficina, o anda por la ciudad.Nunca más los moradores del Capitolio verán al omnipresente teléfono celular del representante Timothy V., el cual tenía presionado contra la oreja todo el día mientras caminaba por todo el Capitolio, llamando a cada uno de sus electores en Illinois, ni ponderar cómo se las arregla la representante por Nueva York, Nan Hayworth, para evitar caerse mientras corre por todas partes con sus tacones de aguja.Habrá nuevos congresistas que despotriquen sobre las costumbres objetables de sus colegas, claro, pero ¿alguno igualará a la vituperación colectiva de los ex contendientes presidenciales Ron Paul y Dennis J. Kucinich?Desde las coloridas decoraciones en las oficinas hasta lo que se conoce cortésmente como excentricidades personales, el Congreso 112, a punto de terminar, ha dejado su marca en formas grandes, reducidas y algo extrañas.”En realidad, es algo triste”, dijo el representante demócrata por Vermont, Peter Welch, sobre los que pronto serán sus ex colegas y sus extravagancias. “Te metes en la rutina de ver a ciertas personas todo el tiempo, e, incluso, tienes cierto afecto por las personas que son tus adversarias más peleoneras. Es decir, no puedes inventar a un Allen West”.Se extrañará a West, el congresista cascarrabias de Florida, aunque sólo sea por sus comentarios indignantes, que funcionaron como un calafateo confiable que podía llenar un profundo hueco noticioso. Más notablemente, le gustaba contar el número de representante demócratas que él creía eran comunistas –entre 78 y 81–, aunque hubo muchas más opiniones en el curso de su carrera de un mandato.En términos de irritabilidad y desafío escandaloso, es posible que West tenga que cederles el paso a miembros con más años de servicio, en especial el representante por Massachusetts, Barney Frank, cuyos comentarios mordaces, variedad de humillaciones y ruidosas bromas como de programa de entrevistas, se conocen muy lejos de Washington. Alguna vez le dijo a un asistente a su propia asamblea municipal que “tratar de sostener una conversación con usted sería como tratar de discutir con una mesa de comedor”.También se conoce al representante Bob Filner de California por su mal carácter, incluida, pero no limitada a esa ocasión, cuando lo acusaron de faltas por agresión y lesiones después de un altercado con un empleado de equipaje en United Airlines, mientras esperaba las maletas rezagadas. (Posteriormente, se declaró culpable de un cargo menor y pagó una multa.)Y también está la moda. Favor de inclinar la cabeza en silencio para marcar el paso del representante por Nueva York, Gary Ackerman, con su clavel blanco en la solapa. La tradición de colocar una flor en el ojal comenzó hace 40 años, dijo el congresista, cuando enseñaba en una secundaria muy difícil y, por capricho, tomó un clavel para usarlo en clase. Ya que sus alumnos pensaron que debía marcar un día especial, él les explicó que “cada día es un día especial”, contó, y la flor se volvió parte de su atuendo cotidiano. “No se convirtió en un aspecto, desde mi perspectiva”, dijo filosóficamente. “Se convirtió en parte de mí y de mi punto de vista”.Usa verde el día de San Patricio y, más o menos una vez al año, color de rosa, sólo para confundir a la gente.”Cuando me eligieron por primera vez”, dijo Ackerman, “me dijeron: ‘Sabes que no te van a tomar en serio si eres el tipo de la flor’. Voté una vez sin ella y no me sentí bien”.