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Salomón Cano, de 53 años, ex comandante de una unidad de las FARC, ahora se dedica a reparar bicicletas después de seguir un programa de reinserción. LUIS ROBAYO | GETTY
LUIS ROBAYO / AFP/Getty Images
Salomón Cano, de 53 años, ex comandante de una unidad de las FARC, ahora se dedica a reparar bicicletas después de seguir un programa de reinserción. LUIS ROBAYO | GETTY
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Por Philippe Zygel

CALI/BOGOTÁ – En su medio siglo de existencia, la guerrilla de las FARC integró a varias generaciones de colombianos, desde el veterano desmovilizado pero todavía convencido del “ideal revolucionario” al adolescente que lamenta un “error de juventud”.

En los suburbios de Cali, capital de la provincia del Valle del Cauca (suroeste), uno de los bastiones de las FARC, Salomón Cano, de 53 años, tiene casi la edad de la guerrilla marxista, fundada tras la represión de un levantamiento campesino el 27 de mayo de 1964.

Después de tres décadas en sus filas, este hombre bajo, de cabello corto, conserva su “admiración” por el fundador de la guerrilla colombiana, Manuel Marulanda (Tirofijo), con quien se cruzó hace 40 años en un camino rural. “Era un hombre sencillo, que hablaba a la gente con nobleza”, dice.

Este ex comandante de una unidad de las FARC, ahora un simple reparador de bicicletas después de seguir un programa de reinserción, cuenta a sus hijos que en sus inicios la guerrilla era un “ejército del pueblo para el pueblo, que luchaba por un ideal revolucionario”.

La lucha armada aparecía entonces como una necesidad: “si mi abuelito protestó y lo mataron, si a mi papá lo mataron, yo como voy a ser bobo que voy a protestar para que me maten. No, entonces primero me armo, ya voy a protestar pero con un fusil en la mano para que me respeten”.

En esa época, recorriendo el sur del país, reclutaba nuevos adherentes con un discurso solemne: “Ustedes no van a tener un enemigo cualquiera, van a enfrentar a un Ejército, a un Estado, a un país, a una Constitución hecha por los ricos, para los ricos”.

En un mundo rural marcado por las desigualdades, donde “no había un solo soldado ni policía”, donde “los grandes se comían a los más pequeños”, donde los terratenientes no dudaban en “matar a los trabajadores para no pagarles”, Salomón veía su compromiso con las FARC como una especie de sacerdocio: Se trataba de fundar escuelas, pero también de aleccionar a los maridos violentos e incluso a los ladrones de gallinas.

En las décadas de los 1980 y 1990, la expansión del tráfico de la cocaína y los lucrativos cultivos de coca en la región dieron lugar a la corrupción.

“Marulanda decía que lo que la guerrilla perdía al aceptar el narcotráfico era la dignidad, como alguien que se emborracha”, confía el ex rebelde, decepcionado por las ambiciones de los jefes que “al pueblo lo dejaron de lado”.

Más joven que Salomón Cano, y seguramente más ingenua, Guisela Gutiérrez la única herencia que conserva es la angustia. A los 19 años se integró a las FARC: “Me dejé influenciar y además pues por cosas del corazón, porque me enamoré de una persona que pertenece al grupo”.

Era 2004 y para ella la guerrilla, que había llegado a su apogeo, con cerca de 18,000 combatientes, más del doble de su contingente actual, representaba “el poder”.

Pero esta hija de campesinos, entrevistada en un centro de reintegración de Bogotá, ya no siente esta experiencia como una “causa justa”.

“Los ideales que tenían antes ya no existen más, lo que hacen ahora es secuestrar, extorsionar, son traficantes”, afirma la joven, que sobrevivió a un bombardeo cerca de un campo de coca.

Totalmente aislada de su familia durante los seis años pasados con las FARC en la región de Putumayo (sur), conocida como la “Colombia roja”, la joven trata de no recordar lo sufrido.

Luego de que su pareja de entonces muriera en combate, se relacionó con otro guerrillero del que quedó embarazada. Pero sus jefes le ordenaron deshacerse del niño y el padre fue sometido a un consejo de disciplina por “haberse negado a fusilar” a un enemigo.

El hombre se fugó y ella quedó sola.

Hoy Guisela, que más tarde también logró escapar, atiende un cibercafé en la capital. Encontró a su hijo y al padre, y trata de “olvidar el pasado para asumir el presente”. Una tarea difícil, admite, porque “todavía la sociedad estigmatiza mucho a la persona desmovilizada” de la guerrilla.