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SEYNE-LES-ALPES, FRANCIA –

Pierrot pasea su perro por las calles de Seyne-les-Alpes, tomadas por gendarmes y periodistas en estos días en los que su pueblo, habitualmente tranquilo, se ha convertido en el epicentro de la atención del mundo.

Apenas a cinco kilómetros a vuelo de pájaro reposan los restos del Airbus que ayer se estrelló y los cuerpos de sus 150 pasajeros. “Es como si le hubiera pasado a alguien de mi familia”, confiesa.

“Hasta Delphi está triste”, dice mientras acaricia a su mastín, habitual acompañante de sus paseos por la montaña que domina el horizonte de la pequeña localidad alpina.

Pierrot ha colocado en su ventana unas velas. “No soy creyente, pero si hay almas que buscan un camino, necesitarán luz”, afirma.

Aguarda a la puerta de uno de los cuatro bares de la aldea para tomar su café: “Normalmente en esta época del año no hay nadie en el pueblo y ahora parece la feria”, dice.

Seynes-les-Alpes vive al ritmo del turismo, señala Ludovic, que explica que allí “se trabaja tres meses en invierno y dos en verano”, mientras el resto del año, como sus paisanos, él se limita a “mirar al ganado”.

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Vacas y ovejas pastan en los ricos prados alpinos y constituyen el complemento perfecto para la economía local. En invierno los vecinos acuden a trabajar a una de las tres estaciones de esquí que rodean la aldea, Grand-Puy, Saint-Jean y Chevanon. En verano, el pueblo se llena de amantes de los deportes de aventura, sobre todo el senderismo.

Pero las estaciones ya han cerrado, es pronto aún para aventurarse en la montaña y Seynes-les-Alpes había recuperado la calma.

La que, cada año, busca Francisco, un exmilitar francés hijo de republicanos españoles que vive cerca de Lyon pero que tiene una casa en esta aldea de 1,500 habitantes.

“Uno no piensa que esto pueda suceder donde tu estás. Cuando vi en la tele donde era el accidente me quedé helado”, afirma en un rudimentario español.

Pese a que ha superado los 70 años, Francisco busca año tras año el aire puro de la montaña en los senderos del macizo de los Trois Évêchés, el lugar donde se estrelló el avión.

“En verano creo que se podría llegar. Ahora es una locura”, afirma el espigado jubilado, que asegura que muchos periodistas le han pedido que les haga de guía.

Se le humedece la mirada cuando pregunta si van a llegar familiares de los fallecidos: “Yo estoy dispuesto a acoger a alguno si es necesario”.

No lo será. El gimnasio del pueblo está ya preparado para albergar a los que lo precisen. Hay 900 camas listas, según dijo a la prensa la prefecto del departamento de Alpes de Alta Provenza, Patricia Willaert.

“Los familiares de las víctimas quieren estar cerca del lugar. Es un impulso humano, aunque sepan que no van a ver nada”, analiza uno de los psicólogos que las autoridades han desplazado para asistir a las familias que lleguen.

Martine no cree que encuentren consuelo. “Lo peor es si ni siquiera pueden enterrar a sus seres queridos. Espero que, al menos, recuperen los cadáveres”, asegura esta ama de casa que atraviesa la calle apresurada con una “baguette” de pan bajo el brazo.

Va con prisa, pero tiene tiempo de recordar que no es la primera vez que ocurre algo así en el pueblo. “Yo era una niña”, asegura en referencia al avión de Air France que se estrelló muy cerca de este nuevo siniestro en 1953 cuando se dirigía de París a Saigón.

Pierrot vuelve con su perro y escucha a Martine contar un relato que ha oído muchas veces: “Forma parte de la historia del pueblo y ahora tendremos otra que contar. Pero ¿por qué siempre son dramas?”.

“Y mira que pasan aviones por encima de la montaña”, asegura el ganadero. “Arriba, en lo alto del Mariod, hay incluso una baliza para los aviones. Es el primer puerto de 3.000 metros de los Alpes”, afirma.

Llama a Delphi y echa andar, taciturno: “Me voy a ver a mi presidente (Hollande). Pero por la tele, que en estas fechas es mejor no acercarse mucho a la montaña”, dice.

-Este artículo fue escrito por Luis Miguel Pascual