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Artículos del Museo Italoamericano en Nueva York que datan de finales del Siglo XVIII y que ilustran la llegada de los primeros italianos a Estados Unidos. MARIO TAMA | GETTY
Mario Tama / Getty Images
Artículos del Museo Italoamericano en Nueva York que datan de finales del Siglo XVIII y que ilustran la llegada de los primeros italianos a Estados Unidos. MARIO TAMA | GETTY
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Por Frank Bruni

Mi abuelo encarnó el sueño americano. La suya es la historia que se pregona desde los estrados de las convenciones políticas, la vida que se presenta como una afirmación de las recompensas que tiene deparadas este país a la gente que está dispuesta a correr riesgos, a trabajar como loca y a insistir en darles a sus hijos algo mejor de lo que ella misma conoció.

Él salió del sur de Italia de veintitantos años, solo, con el dinero apenas suficiente para llegar a Estados Unidos y sobrevivir un corto tiempo. Era 1929. Él llegó pocos meses antes del Martes Negro y la alborada de la gran depresión y se encontró buscando trabajo de albañil.

Y de algún modo, con las justas, él se mantuvo a flote y siguió luchando hasta que la depresión empezó a levantarse. Hasta que le cambió la suerte. Hasta que pudo dar el enganche de una pequeña tienda de abarrotes – una miscelánea en realidad – donde él, su esposa y mi padre, el mayor de los tres hijos, se afanaban hasta tan avanzada la noche que la cena familiar por lo general se tomaba en una sombría y triste habitación de la trastienda. Hasta que sus hijos fueron a universidades de prestigio y tuvieron gran éxito en sus respectivos campos. Y hasta que vio a sus nietos crecer en casas espaciosas de los frondosos suburbios, en una juventud encantadora definitivamente irreconocible de la suya propia.

¿Ya dije que él fue inmigrante indocumentado?

Él tomó un barco a Canadá desde Francia, y después entró en Estados Unidos a través de una frontera que los historiadores me dicen que era conocida por ser porosa en ese tiempo. Un tren lo dejó en Manhattan y poco después lo encontramos instalado en la ciudad cercana de White Plains, que tenía una populosa comunidad italiana. Él fue indocumentado, vivió al margen de los libros y fuera de la ley. Y así fue durante unos diez años, hasta que finalmente obtuvo la ciudadanía.

Los detalles de todo esto son vagos. Él murió en 1980 y su esposa, mi abuela, también inmigrante italiana, también desapareció hace mucho. Lo que queda son los confusos recuerdos de sus hijos. Pero mi papá y sus hermanos saben que por mucho tiempo, al igual que los once millones de inmigrantes ilegales que están ahora en el centro del debate político, Mauro Bruni no debía de estar aquí. Él entró ilegalmente en un país que llegó a amar con más pasión que el que había dejado atrás, el país en el que sus hijos y sus nietos llevarían una vida muy productiva, pagando con el tiempo millones de dólares en impuestos y llegando a ser, en su calidad de votantes, una parte pequeña de la decisión de lo que se va a hacer con sus herederos espirituales, que viajaron como lo hizo él: sin una invitación explícita ni autorización oficial, pero con una energía feroz y unas esperanzas enormes.

Muchos más estadounidenses de los que lo admiten o lo saben tienen raíces como las mías y son los retoños de la inmigración indocumentada. Y si bien eso no disminuye nuestra necesidad de hacer una evaluación clara, y a veces difícil, para ver cuántos recién llegados podemos recibir y qué medida de perdón actual equivale a la atracción futura, sí debe de formar nuestro concepto de la gente cuyo mañana está en la balanza. Su país de origen quizá sea diferente de quienes llegaban ilegalmente en tiempos de mi abuelo. Su piel quizá sea más oscura. Pero en realidad son sus congéneres. Mis congéneres. Y considerarlos como una nueva raza de aprovechados o pordioseros es negar la historia y hundirnos en generalizaciones cínicas, manchadas con un insidioso racismo, cuyo blanco simplemente cambia con el tiempo.

Las inciertas jornadas que han emprendida las oleadas de inmigrantes, los sacrificios diarios que han hecho esos trasterrados revelan un grado de valor que muchos de los nacidos en Estados Unidos que conozco nunca se han visto forzados a alcanzar, una magnitud de pasión que no poseemos. Para nosotros no fue necesario. No tuvimos la disyuntiva de triunfar o perecer. Y esas cualidades han contribuido, de una manera esencial y poderosa, al dinamismo de este país, a su competitividad.

Por venir del sur de Europa, Mauro Bruni era considerado diferente y menos deseable que los inmigrantes de Europa del norte. Donna Gabaccia, ex directora del Centro de Investigaciones de Historia de la Inmigración, de la Universidad de Minnesota, señalaba que en ese tiempo, en algunos medios “los italianos y otros pueblos no eran ‘totalmente blancos’ o eran considerados ‘intermedios'”. De 1899 a 1924, agrega, los funcionarios de inmigración incluso hacían distinciones entre italianos. Los italianos del norte eran mejor recibidos que los del sur, como Mauro.

Él no hablaba inglés. La única persona que él conocía en Estados Unidos no podía darle ayuda financiera, ni siquiera acogerlo durante la noche. No tenía ninguna red de seguridad y no estaba buscando que el gobierno se la diera pues no quería ni que lo viera. Su salud, su oficio, su determinación: eso era sus únicas posesiones de valor.

En sus primeras noches aquí, él pagaba por noche una cama en una sala comunitaria. Aceptó cuanto trabajo de albañilería pudo conseguir, ya fuera que durara solo unos días o varias semanas. Uno de los mejores fue en West Point, donde construyó un largo muro de piedra. Su sudor y el de otros inmigrantes ilegales sirvieron para el adorno de la Academia Militar de Estados Unidos, si son correctos los relatos que les hiciera a sus hijos.

En White Plains él conoció a mi madre, que logró entrar legalmente en Estados Unidos y ya era ciudadana. Ellos se casaron en 1933 y, en parte gracias a eso, posteriormente él pudo declararse y, mediante una especie de amnistía, fue ungido como estadounidense. Eso ocurrió en 1941, más o menos por la época en que compró su tienda.

¿Se evadieron impuestos antes de que fuera documentado? Sin duda alguna pero, dados sus ingresos, no han de haber representado gran cosa. La perspectiva a distancia es ésta: él fue contribuyente mucho tiempo más de lo que no fue, y engendró a muchos más contribuyentes. De sus hijos y nietos no hay ninguno que viva de la asistencia pública, ninguno que esté en chirona; por el contrario, constituyen una amplia gama de aportes a la vivacidad de este país, una panoplia de profesionistas: socio en un despacho internacional de contabilidad, decano universitario, dueño de una compañía de plomería, banquero de inversión, periodista, asesor administrativo, cazador de talentos, director de teatro, profesor, patinador artístico profesional.

Mi abuelo Mauro y mi abuela Adelina efectivamente querían exprimir al país para sacarle todo lo que pudieran de valor. Eso era egoísta pero también fue muy fructífero. Y su patriotismo era aun más fuerte porque Estados Unidos no era su derecho de nacimiento sino su propia decisión. Su apuesta. Estaban empeñados en verlo como la mejor decisión posible, la única decisión correcta.

Hace poco le pregunté a mi tío Jim, el hermano de en medio, qué tan empeñados estaban los abuelos en incorporar a sus hijos en el tejido de este país. Entonces él me habló de la relación de mi abuela con mi madre, cuya familia, de origen irlandés, inglés y escocés, había estado aquí por generaciones. Adelina Bruni mantenía despierta a Leslie Jane Frier hasta altas horas de la noche, sólo para prolongar la conversación y escuchar por más tiempo a mi madre, que no sonaba como ninguna de sus amigas. A mi abuela le gustaba la música del inglés preciso y sin acento de mi mamá. Era la música de la asimilación.

-Frank Bruni es columnista de The New York Times