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LA HABANA (AP) – Nací en Estados Unidos, pero mi familia se aseguró de que nunca olvidase que somos cubanos.

Mi madre preparaba platillos como picadillo y ropa vieja. Mis abuelos hablaban casi exclusivamente español.

Pero nunca visitamos Cuba, no tuvimos contacto con nuestros parientes de la isla, ni ningún recuerdo de familia, con excepción de un puñado de fotografías en blanco y negro.

Mi familia dejó prácticamente todo cuando se escapó de Cuba a comienzos de la década de 1960. Decidieron que el exilio era preferible al comunismo y juraron no regresar hasta que Fidel Castro hubiese dejado el poder. Rara vez hablaban en profundidad sobre sus vidas a 150 kilómetros (90 millas) de Miami, donde mis padres se conocieron y dónde nací.

De niña, añoraba tener algún lazo con el país que era una parte tan vital de nuestra identidad. Jamás me hubiera imaginado que tomaría más de una década empezar a desentrañar el pasado de mi familia.

En 2003, cuando tenía 20 años, pasé seis meses estudiando en la Universidad de La Habana. Cuando le contaba a la gente que había nacido en Miami, hija de padres cubanos, me decían, “bienvenida a casa”. Pero cuando trataba de escarbar el pasado familiar, no llegaba a ninguna parte.

La casa de la familia en La Habana había sido convertida en una escuela y no quedaba nada nuestro. En Cienfuegos, la ciudad del sur donde nació mi madre, encontré la casa en cuyo patio, según dicen algunos familiares, mi abuela Margarita había enterrado sus joyas antes de salir de Cuba con mi abuelo y sus tres hijos. La vivienda había sido transformada en una residencia para trabajadores portuarios. El patio estaba cubierto por cemento.

Regresé este año cuando Cuba y Estados Unidos empezaron a dejar atrás cinco décadas de animosidad. Pasé dos semanas trabajando en la isla con motivo de la visita del papa Francisco. Armada de las habilidades que he desarrollado en 13 años como periodista, armé una nueva lista de direcciones viejas y me escapé a algunos sitios donde alguna vez vivió mi familia.

Cuando llegué a la calle San Lázaro, una mujer se me acercó y me preguntó a quién buscaba. Le conté que mis abuelos habían vivido en una casa de esa calle.

– “¿Cuál era su apellido?”, me dijo.

– “Armario”.

– “¿Los Armario? Viven allí”, expresó, apuntando hacia una casa azul cruzando la calle. Una mujer bajita, de cabello blanco, me abrió la puerta.

– “Hola”, le dije. “Mi familia vivió en esta calle y alguien me dijo que el apellido de ustedes es Armario”.

– “Sí”, dijo ella. “Soy Sonia Armario”.

– “Esto tal vez le parezca extraño”, atiné a decirle. “Pero yo también soy Armario”.

La señora pareció tan confundida y emocionada como yo y me invitó a su casa. Poquito a poco fuimos armando la resquebrajada historia de nuestra familia.

Ella era hija del hermano de mi bisabuelo, un hombre del que jamás había oído hablar llamado Francisco Armario Caro. Francisco y mi bisabuelo habían sido muy allegados, me contó. Los dos trabajaron en la red de tranvías de La Habana y eran “como uno”, según Sonia, comentario que me dio cierta tristeza al pensar lo duro que debe haber sido para ellos el distanciamiento.

Más triste todavía fue darme cuenta de que su historia se había perdido casi totalmente.

Cuando mi abuelo se fue de Cuba, su padre siguió viviendo en la misma casa con su hermano. Cuando todos sus hijos estaban en Miami, mi bisabuelo también se fue. Él y su hermano nunca volvieron a verse.

– “No comprendo cómo puede ser que nuestras familias hayan perdido el contacto”, le dije a Sonia.

– “No podían estar en contacto”, comentó uno de mis primos. “Le gente te tiraba huevos y piedras si estabas en contacto con los que se escaparon”.